«Mientras agonizo», de William Faulkner
Mientras agonizo (1930; Anagrama, 2013) fue la quinta novela de William Faulkner, uno de los grandes maestros de la literatura estadounidense y Premio Nobel de Literatura en 1949. Al igual que otras de sus obras, está ambientada en el condado de Yoknapatawpha, Mississippi, lugar imaginario que recuerda al condado de Lafayette donde vivió el autor.
El libro relata las peripecias de una familia del Sur, los Bundren, al trasladar en un ataúd el cuerpo sin vida de Addie —la esposa y madre— para enterrarla, según su deseo, en una parcela en Jefferson. En dos ocasiones la familia corre el riesgo de perder el ataúd, primero mientras cruza un río a través de un puente destruido y, más adelante, al producirse un incendio en un granero.
Lo más llamativo de todo, sin embargo, es la forma en que está narrada la historia. Faulkner se sirve de múltiples narradores —quince en total, a lo largo de cincuentainueve capítulos—, que van configurando el relato mediante la técnica del monólogo interior. Cada uno de los personajes posee su forma de expresarse y su particular modo de pensar: Anse, el padre, tal vez uno de los menos simpáticos; Cash, el hijo mayor; Darl, Jewel, Dewey Dell, etc. Sin olvidar a la propia Addie, agonizante al comienzo de la novela y que luego hablará desde el más allá.
Por otra parte, a lo largo del libro aparecen agudas reflexiones sobre diversos temas, como la siguiente de Cash: “Pero no estoy muy seguro de que alguien pueda decir lo que es locura y lo que no lo es. Es como si en cada hombre hubiera otro que estuviera más allá de la cordura y la locura, y que mirara los actos cuerdos y locos de ese hombre con el mismo horror y el mismo asombro”.
Aunque sabía que se consideraba a Faulkner un gran escritor, pensaba que el libro podía resultarme un tanto denso o aburrido, sobre todo por la multiplicidad de perspectivas. Lejos de eso, no solo no me resultó tedioso, sino que por momentos me pareció genial; y, sin duda, me interesará leer otras obras del autor, tales como El ruido y la furia y Las palmeras salvajes.
© Eliseo Monteros
El libro relata las peripecias de una familia del Sur, los Bundren, al trasladar en un ataúd el cuerpo sin vida de Addie —la esposa y madre— para enterrarla, según su deseo, en una parcela en Jefferson. En dos ocasiones la familia corre el riesgo de perder el ataúd, primero mientras cruza un río a través de un puente destruido y, más adelante, al producirse un incendio en un granero.
Lo más llamativo de todo, sin embargo, es la forma en que está narrada la historia. Faulkner se sirve de múltiples narradores —quince en total, a lo largo de cincuentainueve capítulos—, que van configurando el relato mediante la técnica del monólogo interior. Cada uno de los personajes posee su forma de expresarse y su particular modo de pensar: Anse, el padre, tal vez uno de los menos simpáticos; Cash, el hijo mayor; Darl, Jewel, Dewey Dell, etc. Sin olvidar a la propia Addie, agonizante al comienzo de la novela y que luego hablará desde el más allá.
Por otra parte, a lo largo del libro aparecen agudas reflexiones sobre diversos temas, como la siguiente de Cash: “Pero no estoy muy seguro de que alguien pueda decir lo que es locura y lo que no lo es. Es como si en cada hombre hubiera otro que estuviera más allá de la cordura y la locura, y que mirara los actos cuerdos y locos de ese hombre con el mismo horror y el mismo asombro”.
Aunque sabía que se consideraba a Faulkner un gran escritor, pensaba que el libro podía resultarme un tanto denso o aburrido, sobre todo por la multiplicidad de perspectivas. Lejos de eso, no solo no me resultó tedioso, sino que por momentos me pareció genial; y, sin duda, me interesará leer otras obras del autor, tales como El ruido y la furia y Las palmeras salvajes.
© Eliseo Monteros
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