Bibliotecas imaginarias (primera parte)


En el artículo anterior mencionaba algunos proyectos relacionados con la escritura de biografías. Otro proyecto, en el que estuve inmerso hace varios años ─o algo más que un proyecto, si se tiene en cuenta que lo único que faltó para que viera la luz fue publicarlo─, consistía en una antología de textos literarios sobre bibliotecas.

El manuscrito que había preparado contenía 64 fragmentos de obras de distintos autores, de diversas épocas y latitudes, y un detallado prólogo que ahora, al volverlo a leer, me ha gustado casi tanto como cuando lo escribí.

«Las bibliotecas ─comenzaba el prólogo─ parecen haber estado siempre presentes en la literatura. [...] En algunos casos su aparición es ocasional o secundaria; en otros, cumplen un papel sobresaliente, constituyéndose en el tema del relato o en su protagonista.

»Fue precisamente al reparar en este hecho cuando tuve la idea de formar esta antología, basada exclusivamente en las obras literarias de mi biblioteca personal [...]. La gran mayoría de los fragmentos elegidos pertenecen a cuentos o novelas, pero he recurrido también a la autobiografía [...] cuando los pasajes eran lo suficientemente imaginativos o atractivos como para dar la impresión de haber salido de un relato. Por otra parte, creo que el conjunto de los fragmentos [...] puede leerse como un libro de minicuentos con una temática específica.»

El prólogo continuaba analizando distintos aspectos de los textos escogidos y finalizaba del siguiente modo: «La última de las cinco leyes de la biblioteca ideal postuladas por el citado Ranganathan expresa que "Una biblioteca es un organismo que evoluciona". Pienso que este libro (que es también una biblioteca de bibliotecas) evoluciona en cada nueva página.»

Comparto aquí una primera selección de esos 64 fragmentos, esperando los disfrutes tanto como lo hice yo al elegirlos. Incluyo además los títulos que les di en aquella ocasión.

Gulliver en las bibliotecas de los gigantes 
Ilustración de Los viajes de Gulliver
Conocen el arte de la imprenta, como los chinos, desde tiempo inmemorial. Pero sus bibliotecas no son muy grandes, ya que la del rey, que es considerada la mejor, no supera los mil volúmenes, colocados en una galería de mil doscientos pies de longitud, a la cual yo tenía acceso para pedir en préstamo cuantos libros quería. [...] El libro que yo pensaba leer se apoyaba, abierto, contra la pared. Primero me subía al escalón más elevado y después me ponía de cara al libro y empezaba por la parte superior de la página. Entonces caminaba hacia la derecha y hacia la izquierda de ocho a diez pasos, según la longitud de las líneas hasta que alcanzaba por debajo del nivel de mi vista y entonces descendía gradualmente hasta llegar abajo. Después de esto volvía a subir y empezaba la página siguiente de la misma manera y le daba vuelta a la hoja, cosa harto fácil usando las dos manos, ya que era gruesa y tiesa como el cartón.
Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver (1726)

El refugio de Diana 
─Que nos sirvan la comida en la biblioteca ─le ordenó Diana a un doméstico─. He de apiadarme de vos ─añadió, volviéndose hacia mí─, cuidando de que no os muráis de inanición en esta mansión tan cortés y brutal. Aparte de esto, no sé si he de enseñaros mi retiro. La biblioteca es mi madriguera favorita; es el único rincón de la casa donde estoy al abrigo de los osos, mis primos, que jamás ponen en ella los pies, temiendo, según creo, que los libros les caigan encima en folio y les quiebren el cráneo, única impresión que harían en sus toscas cabezas. Seguidme.
La seguí por una serie de corredores que daban vueltas y revueltas, por galerías y escaleras, y por fin penetré con ella en la biblioteca. 
Walter Scott, Rob Roy (1817)

La biblioteca del castillo 
Mi nombre de bautismo es Egoes; el de mi familia no lo diré. No hay en la tierra mansión más antigua que mi sombrío, gris y hereditario castillo. Nuestra raza ha sido llamada raza de visionarios; y en algunas circunstancias extrañas, en el carácter de la casa señorial, en los frescos del salón principal, en las tapicerías de los dormitorios, en el cincel de algunas columnas de la sala de armas, en la forma de la biblioteca, y, en fin, en la naturaleza verdaderamente singular de los libros encerrados en ella, hay más que suficiente materia para disculpar esa creencia. 
Edgar Allan Poe, «Berenice» (1835)

Una biblioteca singular 
─El único sitio donde podríais encontrarlo es en la biblioteca de los Cigarrales ─me dijo el anciano pífano echándose a reír.
La idea no me pareció mala, y como la biblioteca de los Cigarrales estaba a mi alcance, me fui a encerrar en ella durante ocho días.
Era una biblioteca maravillosa, admirablemente montada, abierta noche y día a los poetas y servida por pequeños bibliotecarios armados de címbalos, que tocaban continuamente su música. Pasé allí días deliciosos, y tras una semana de pesquisas, tendido boca arriba, acabé por hallar lo que buscaba, es decir, la historia de mi mula y de aquella famosa coz que guardara durante siete años. 
Alphonse Daudet, «La mula del Papa», Cartas de mi molino (1866)

La biblioteca del capitán Nemo 
Una biblioteca submarina
Me levanté y seguí al capitán Nemo, quien abrió una doble puerta, practicada en la pared opuesta, y entramos en una sala de dimensiones análogas a la que acabábamos de abandonar.
Era una biblioteca. Las elevadas armazones de palo santo, con incrustaciones de bronce, soportaban en sus anchurosos estantes gran número de libros, con encuadernación uniforme. Seguían el contorno de la sala, terminando en su parte inferior en amplios divanes, tapizados de cuero marrón, que ofrecían las más confortables curvas. Varios pupitres articulados, que se apartaban o se acercaban a voluntad, permitían colocar a conveniente distancia el libro en lectura. En el centro, se asentaba una vasta mesa cubierta de folletos, revistas y papeles, entre los que se veían algunos periódicos atrasados. La luz eléctrica inundaba todo aquel conjunto armónico, descendiendo de cuatro globos esmerilados, medio empotrados en los artesones del techo. No pude menos de contemplar con admiración aquella estancia, tan ingeniosamente alhajada, atreviéndome apenas a dar crédito a mis ojos. 
Jules Verne, Veinte mil leguas de viaje submarino (1870)

* * *

Fuentes de las citas

Daudet, Alphonse. Cartas de mi molino. 2a. ed. Barcelona: Pomaire, 1980. Traducción: Francisco Carles

Poe, Edgar Allan. Obras completas. 1a. ed., 23a. reimp. Buenos Aires: Claridad, 1998

Scott, Walter. Rob Roy. Barcelona: Edisvensa, 1969. Traducción: Miguel Giménez Sales

Swift, Jonathan. Los viajes de Gulliver. Buenos Aires: Planeta, 2001. Traducción: Pedro Guardia Massó

Verne, Julio. Veinte mil leguas de viaje submarino. 12a. ed. México: Porrúa, 1998

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