Bibliotecas imaginarias (segunda parte)


Continúo en esta entrada con la selección de bibliotecas tomadas de la literatura, bibliotecas más o menos imaginarias. Los siguientes fragmentos ─ilustrados algunos de ellos con bibliotecas verdaderas─ corresponden a escritores más cercanos a la época actual.

Los libros que desaparecían en el espacio
 
Había muchos libros en la casa; siempre fue un enigma para mí cómo llegamos a tener tantos. Estaba habituado a su aspecto en los estantes —estuvieron allí antes de que yo abriese los ojos—, su forma, tamaño, color y hasta sus títulos; eso era cuanto sabía acerca de ellos. Una Historia Natural general y dos obritas de James Rennie sobre las facultades y costumbres de los pájaros, fue toda la literatura adecuada a mis necesidades de la colección entera de trescientos o cuatrocientos volúmenes. Por lo demás, había leído unos cuantos libros de cuentos y novelas; pero novelas no teníamos: cuando llegaba alguna a casa se la leía y prestaba a nuestro vecino, a una distancia de cinco o seis millas, y él a su vez se la prestaba a otro, a veinte millas más allá, hasta que desaparecía en el espacio. 
William Henry Hudson, Allá lejos y hace tiempo (1918)

Los libros y el paso del tiempo 
Me miraba un instante y seguía leyendo. Al terminar solíamos discutir sobre los personajes y los comparábamos con gente real. Un día yo misma escogí un libro que al principio me negué a enseñarle:
—¿Cuál es ese libro tan misterioso?
—Lo encontré en la biblioteca y tu madre me ha hablado del importante papel que representó en tu vida. Si no recuerdo mal, tú ya me habías hablado de él.
—¡Claro! Hablas de Petits soldats russes. Me alegro de que lo hayas encontrado. Dámelo.
Lo hojeó. Parecía divertido pero también decepcionado. 
André Maurois, Climas (1928)

El descubrimiento de un bibliotecario
Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactados en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedolituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay, en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. 
Jorge Luis Borges, «La biblioteca de Babel», Ficciones (1944)

Invasión libresca 
Como los escribas continuarán, los pocos lectores que en el mundo había van a cambiar de oficio y se pondrán también de escribas. Cada vez más los países serán de escribas y de fábricas de papel y tinta, los escribas de día y las máquinas de noche para imprimir el trabajo de los escribas. Primero las bibliotecas desbordarán de las casas, entonces las municipalidades deciden (ya estamos en la cosa) sacrificar los terrenos de juegos infantiles para ampliar las bibliotecas. Después ceden los teatros, las maternidades, los mataderos, las cantinas, los hospitales. Los pobres aprovechan los libros como ladrillos, los pegan con cemento y hacen paredes de libros y viven en cabañas de libros. Entonces pasa que los libros rebasan las ciudades y entran en los campos, van aplastando los trigales y los campos de girasol, apenas si la dirección de vialidad consigue que las rutas queden despejadas entre dos altísimas paredes de libros. A veces una pared cede y hay espantosas catástrofes automovilísticas. 
Julio Cortázar, «Fin del mundo del fin», Historias de cronopios y de famas (1962) 

El error
Yo había ido como todos los días a la biblioteca para revisar unos libros que necesitaba usar en mi tesis. Tenía que consultar un volumen de los escritos del sofista griego Hippias y, al pedir el ejemplar, por un error en la clasificación de las fichas, en lugar del volumen del filósofo griego me entregaron una edición anotada del libro de Adolf Hitler Mein Kampf. Debo confesar, prosiguió Tardewski, que jamás había leído yo ese libro, nunca se me hubiera ocurrido, por otra parte, leerlo, de no haber sido por ese error que conmovió y sobresaltó a la eficiente y pálida referencista de la biblioteca del British Museum y que también me sobresaltó y me conmovió a mí, pero durante años. 
Ricardo Piglia, Respiración artificial (1980)

Hasta aquí los fragmentos elegidos. ¿Qué otros cuentos, relatos o novelas conoces en los que se describan bibliotecas, o que éstas desempeñen un papel destacado?

* * *

Fuentes de las citas

Borges, Jorge Luis. Ficciones. 66a. ed. Buenos Aires: Emecé, 2006

Cortázar, Julio. Historias de cronopios y de famas. 30a. ed. Buenos Aires: Sudamericana, 1994

Hudson, W. H. Allá lejos y hace tiempo. Buenos Aires: Emecé, 1999. Traducción: Alicia Jurado

Maurois, André. Climas. Barcelona: Ediciones del Bronce, 1997. Traducción: Assumpta Roura

Piglia, Ricardo. Respiración artificial. 2a. ed. Buenos Aires: Seix Barral, 2003

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