El hombre que pensaba demasiado

A lo largo y ancho del mundo, y en cualquier lugar de este, existen personas locuaces, personas de un hablar moderado y personas que hablan extremadamente poco y, cuando lo hacen, demoran mucho en responder, porque no quieren dar una respuesta incorrecta.

Cierta vez me contaron de un hombre que, habiendo sido acusado, arrestado y condenado por un crimen de alta gravedad ─aunque en realidad era inocente─, debía morir decapitado en la guillotina. Pero el hombre que debía dar la orden para que se ejecutara la sentencia, había decidido que el acusado pudiera salvarse en el momento supremo con sólo responder «Sí» a la siguiente pregunta: «¿Se considera inocente?». Se constituía de esta forma en una suerte de Poncio Pilato, ya que en su interior sabía que el acusado era inocente y, además, tenía el poder para evitar la injusta muerte.

Llegó el día en que la sentencia debía ser ejecutada. Eran cerca de las cinco de la mañana y estaba aún muy oscuro. El reo fue sacado bruscamente de su sombría celda y conducido al patio de la prisión. El viento silbaba, rozando como en una burla el cuerpo del hombre que iba a morir. Colocado ya en la posición adecuada para ser ejecutado, el hombre que tenía poder sobre su vida formuló la pregunta que podía salvarlo, gritando desde lo alto:

─Responda por su vida: ¿Se considera inocente? ¡Responda en un minuto o morirá! ─Los tambores comenzaron a resonar.

Aunque el acusado no conocía los planes del otro, la forma en que la pregunta había sido expresada le demostraba claramente que aún podía salvarse. E iba a responder, pero no pudo evitar, antes que nada, dedicar un tiempo para pensar. Recorrió en su mente los principales sucesos de su vida y las personas más importantes para él. Los momentos alegres y tristes, sus progenitores, el hermano que sabía que existía pero que nunca había conocido, su mujer, sus hijos, sus escasos logros, sus muchos fracasos. Luego, cuando había pasado ya medio minuto, comenzó a pensar qué debía responder. «Porque ─se dijo─ si bien soy inocente de lo que se me acusa, soy también culpable de otros actos; todos los hombres son culpables de algo». Y continuó así, debatiendo con su propia conciencia, mientras el sudor corría a través de sus sienes.

Cuando sólo le quedaba ya un segundo para responder, tuvo indulgencia consigo mismo y resolvió responder afirmativamente. Levantó un poco su cabeza para mirar a quien le había hablado, mientras tomaba aire para poder hablar a su vez. Pero no pudo hacerlo; era demasiado tarde. El hombre que dirigía la triste escena pudo dar una orden para que la ejecución se detuviera, pero fue inflexible y, transcurrido el minuto, mandó que decapitaran al reo.

El hombre que pensaba demasiado había pensado demasiado una vez más. La afilada hoja de metal cayó sobre la parte inferior del instrumento de muerte, y la cabeza del hombre rodó por el piso.

Hay razones para creer que su alma, en cambio, se elevó hasta el cielo.


© Eliseo Monteros


Este cuento fue publicado originalmente en una antología colectiva: Arco iris de palabras (2002). Al año siguiente se incluyó en El hombre que pensaba demasiado y otros relatos (2003), de Eliseo Monteros. Posteriormente apareció de nuevo, con pequeñas modificaciones, en el volumen de cuentos La última aventura (2014), también de Monteros.

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