La última aventura


El hombre yace enfermo en su cama. Trabajó incansablemente mientras pudo, pero hace algunos meses un ataque de hiperglucemia, producto de una diabetes mal tratada, lo ha obligado a guardar reposo. Una semana atrás ha tenido un segundo ataque. Perdió ya el oído izquierdo, casi no ve y hace pocos días, también, ha tenido una parálisis que le ha afectado el lado derecho del rostro.

Sin embargo, el hombre de setenta y siete años está perfectamente consciente. Lo acompañan sus seres queridos; su esposa, que no se separa de su lado, su hermana menor y sus nietos, entre otros. Por momentos ve sus sombras, por momentos dormita, por momentos recuerda cosas.

Se le vienen a la mente imágenes de la infancia. Vuelve a ver el Loira y los barcos que surcan el curso del río. Recuerda cuando, siendo niño, con la imaginación se subía a los obenques, trepaba a las cofas, se agarraba de los mástiles. Y en verano, cuando la familia se establecía en el campo y no había mástiles adonde treparse, con su hermano se pasaban los días en los árboles, charlando, leyendo, haciendo proyectos de viaje.

Más adelante había podido navegar en barcos de alquiler. Cierto día recorría el río solo, en una pequeña embarcación deteriorada, una yola sin quilla. De repente, cuando se encuentra a unos cincuenta kilómetros río abajo de donde vive, una borda cede y se forma una línea de agua. No puede cegarla, la yola se va a pique y apenas tiene tiempo de lanzarse a un islote de altos cañaverales. Ha naufragado y lo primero que debe hacer es calmar el hambre. Pero, ¿cómo? Sus provisiones se han hundido en el naufragio y no tiene perro ni fusil. ¡Por fin conoce las angustias del abandono, de la indigencia en una isla desierta, como las habían conocido los robinsones reales e imaginarios! Pero la aventura no dura más que unas horas. Cuando baja la marea, sólo tiene que cruzar con el agua en los tobillos para llegar al margen derecho del río y después regresar a casa.

Con el paso del tiempo puede, por fin, conocer el mar: recorre el Báltico, el mar del Norte, el Mediterráneo… Pero la vida lo ha conducido por otros caminos, llevándolo a dedicarse a las letras más que al mar. En esta actividad ha tenido tanto éxito que es el escritor más célebre del mundo. Ha creado un nuevo tipo de literatura, en el que se funden en armonía los viajes, la ciencia y la aventura. Y sus conocimientos, sumados a su asombrosa imaginación, le han permitido anticiparse a numerosos descubrimientos de la ciencia. Sin embargo, en una ocasión ha declarado sentirse el más desconocido de los hombres.

Regresando al presente luego de ese recorrido mental por su vida, contempla otra vez las siluetas desdibujadas de quienes lo rodean. A pesar de todo, de los éxitos y fracasos, las conquistas y derrotas, se siente en paz con Dios y con los hombres. Se dirige a su hermana, que está a su lado. «Me alegro mucho de verte; has hecho bien en venir», le dice, y le oprime la mano con fuerza. Ella responde, pero ya no logra entender lo que él contesta. Permanece a su lado mientras la parálisis avanza y, poco después, el hombre muere.

Son las tres y diez de la tarde del 24 de marzo de 1905. Quien acaba de dejar el mundo es el creador de los Viajes extraordinarios, esa gran enciclopedia de su tiempo: Jules Verne.


© Eliseo Monteros


De La última aventura (2014).

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