Noche de teatro


El programa consistía en un concierto de Mozart y la Sinfonía Nº 3 de Beethoven, llamada "Heroica". Sí, aquella de la que se cuenta que el compositor dedicó a Napoleón; pero que después, al autoproclamarse éste emperador, decidió retirar la dedicatoria. Cuando llegamos, la fila para entrar al teatro era considerable, aunque avanzaba con rapidez. De todos modos, tal como lo había imaginado, los mejores lugares habían sido ya ocupados y tuvimos que subir hasta el cuarto piso, desde donde los músicos se veían muy pequeños.

“La función comenzará en quince minutos”, dijo una voz por el altoparlante. Nos acomodamos lo mejor posible, pero en ese sector había muchos estudiantes, más jóvenes que nosotros, que se movían todo el tiempo y hacían crujir el piso de madera. Además, los que estaban inmediatamente delante de nosotros, un poco más abajo, se apoyaban en la baranda y obstruían parte de la visión. Y Doris estaba resfriada y, por lo tanto, un poco decaída.

“La función comenzará en diez minutos”, dijo la voz, recordándome a la cuenta regresiva en el lanzamiento de un cohete. Los músicos, que eran más de treinta, afinaban sus instrumentos cuando apareció el director y fue recibido por fuertes aplausos. Los jóvenes que nos rodeaban seguían moviéndose y algunos filmaban en dirección al escenario con sus celulares. “La función comenzará en cinco minutos”, dijo de nuevo la voz. “Solicitamos que apague su celular”.

La función, por fin, comenzó. La música del concierto de Mozart no parecía tan bella como, digamos, su Sinfonía Nº 40, pero de todos modos era agradable. Al finalizar el primer movimiento, y mientras todavía se escuchaban los aplausos, unos seis o siete jóvenes, los de la fila de adelante, comenzaron a levantarse para irse. Alguien les dijo desde atrás de nosotros: “¿Se van todos?” “Sí, todos”, dijo uno de los jóvenes.

Doris y yo empezamos a sentir calor. Yo me quité el pulóver y Doris se abanicaba con las hojas del programa. Un grupo de personas ocupó el lugar que había quedado vacío adelante mientras los músicos, luego de templar nuevamente sus instrumentos, continuaron con el concierto de Mozart. Después de cada movimiento los músicos dedicaban unos minutos para afinar sus instrumentos; nosotros nos preguntábamos si eso era normal.

Debió ser luego de esta obra cuando hubo un solo de violín. Al finalizar el solo, el violinista se inclinó repetidas veces para recibir los aplausos; parecía que cada vez lo hacía con mayor satisfacción, inclinando el tórax con movimientos rápidos e incompletos y describiendo un ángulo que sólo llegaba a los 45º. La temperatura nos parecía también de 45º, los jóvenes se movían y charlaban, el suelo crujía y Doris se hallaba muy congestionada.

La noche continuó, como estaba previsto, con la sinfonía de Beethoven. Al finalizar el segundo o tercer movimiento, algunos desprevenidos comenzaron a aplaudir, pero el director, elevando un poco los brazos con cierta tensión, indicó que la obra no había concluido. “¿Faltará mucho para que termine”, preguntó Doris. “No creo, ya tiene que estar por terminar”, dije, mientras pensaba: “¿Cuántos movimientos tiene esta famosa sinfonía? ¿Cinco? ¿Seis?”.

Después supe que, como es habitual en las sinfonías clásicas, esta obra tiene también cuatro movimientos. Mi confusión se produjo al creer que el concierto de Mozart constaba de una sola parte; de ahí que comenzara a contar los movimientos de la sinfonía de Beethoven cuando aún se ejecutaba la obra de Mozart.

Sea como fuere, la función terminó al fin y se escucharon otra vez los aplausos, esta vez oportunos. Al salir, respiramos con alivio el aire fresco de la noche y fuimos a cenar a un lugar cercano. Al poco tiempo notamos que, al igual que en el teatro, el piso era de madera y, como es natural, crujía y se movía cuando los mozos caminaban por él; unos diez minutos después comenzó a escucharse la melodía de una composición clásica; más tarde empezamos a sentir calor…


© Eliseo Monteros


De La última aventura (2014).

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